«Desde la edad de seis años he tenido una pasión por copiar la forma de las cosas y desde la edad de quince he publicado muchos dibujos, pero de todo lo que dibujé para mi año diecisiete no hay nada que valga la pena considerar. A los setenta y tres años parcialmente comprendo la estructura de los animales, pájaros, insectos y peces, y la vida de las hierbas y las plantas. Y así, a los ochenta y seis deberé progresar más; a los noventa debería penetrar más profundamente en su significado secreto, y para los cien tal vez habré alcanzado el nivel de lo maravilloso y divino. Cuando tenga ciento diez, cada punto, cada línea poseerá una vida en sí misma. Si puedo expresar un deseo, pido a cualquiera entre ustedes que haya tenido una larga vida que revise si algo de lo que digo es cierto. Declarado por Manji, el hombre viejo enloquecido por la pintura».
Katsushika Hokusai, epílogo de One Hundred Views of Mount Fuji
Las estrellas son infinitas, pero para Hokusai la Estrella del Norte es el centro inmóvil del universo; los adoradores del astro suelen pasar horas contemplándolo. De la misma forma, el Monte Fuji constituye el punto en el horizonte a partir del cual el pintor buscó comprender el mundo y construir gran parte de su obra. O tal vez ocurrió de forma inversa: comprender la realidad era sinónimo de desentrañar la forma oculta de la montaña. Conseguirlo significó mirarla con los ojos de la divinidad, capaces de ver y agotar todo desde todas las perspectivas posibles. Para representarlo, optó por repetir y ensayar variaciones y perspectivas. También fue muchos hombres; cada uno tuvo un nombre y estilo para pintar distinto. Los mantras vedas tienen varios usos, pero en el induísmo tardío eran repetidos una y otra vez para lidiar con la condición humana y alcanzar la iluminación. Iterar para Hokusai era lo mismo que repetir un mantra sagrado: un camino para desentrañar los trazos exactos que definen los objetos. Hacer arte significa ver el mundo como la divinidad.
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